Opinión

Se buscan conversadores

OPINIÓN || ANTONIO J. ROLDÁN

Antonio J. Roldán Antonio J. Roldán[/caption]

No soy muy british, ni en el fondo ni en las formas. Quien conoce mi constante pelea con el reloj puede dar fe de ello. Pero si en algo me pudiera parecer a nuestros amigos, los hijos de la Reina Madre, sería en el respeto y la pompa que se debe dar a la hora del té. En mi caso, del café. Y eso que no soy muy cafetero. Pero, como casi todo mortal que se precie, fui creciendo en mi más tierna adolescencia en el conocimiento de ese ceremonial que toma cuerpo entre las humeantes volutas de una buena taza de café con leche.

Llámenme lo que quieran, pero me declaro amante de esa forma que aquí tenemos de soportar las primeras horas de la tarde. Un rito tan simple, y a la vez tan fascinante, que dejaría en un segundo plano al mejor torrefacto del mundo de venir aderezado por una buena compañía y alguna que otra risa.

Quienes somos de costumbres y gustos poco alterables, solemos cumplir a diario con tan inefable cita. Y además intentamos hacerlo en el mismo sitio y a la misma hora, como rezaba la inmortal sevillana del maestro Pareja Obregón. Por desgracia, no siempre con la misma compañía. Y eso que la nómina es larga en lo referente a compartir asiento, entorno, taza y verdades. Pero las agendas no son todo lo benevolentes que quisiéramos.

He encontrado a auténticos Sénecas entre aromas de torrefacto. Capaces de transportar lo más baladí al estrado de cualquier cámara. Personas formadas, o no, pero con la capacidad de emitir palabras con peso y sustancia para, luego, saber poner la oreja y escuchar mis paridas con aparente atención.

Esa hora del día que uno se dedica para sí, que te desconecta de las notas del chiquillo, del marrón del trabajo o la letra que te va a dejar la cuenta temblando. Unos momentos insustituibles para quienes sobrevivimos a bordo de esta noria sin frenos que día a día nos pone a prueba, y pese a ofrecer hermosas vistas en su cúspide pasa más tiempo subiendo y bajando que arriba.

En esos momentos de sopor y dura batalla contra Morfeo es cuando más se echa en falta una buena conversación. Aquella en que la temática queda relegada a no sé qué posición porque lo que verdaderamente importa es el discurso. He encontrado a auténticos Sénecas entre aromas de torrefacto. Capaces de transportar lo más baladí al estrado de cualquier cámara. Personas formadas, o no, pero con la capacidad de emitir palabras con peso y sustancia para, luego, saber poner la oreja y escuchar mis paridas con aparente atención.

Conversaciones en las que se puede compartir o no criterio, pero siempre desde el respeto y la admiración mutua. He compartido mesa con seres ideológica y vitalmente antagónicos que han terminado siendo mis amigos, y también con gente cercana que finalmente tomó distancia al darse cuenta de que no pensaba como creían.

Me quedo con los primeros, pero por desgracia escasean. Y va a haber que darles la razón a los agoreros de turno, los conspiranoicos de sentencia y dedo alzado, que sostienen que el arte de la conversación se está perdiendo. Qué razón llevan.

Tendrán que estar contentos los que programan bazofia en las grandes cadenas, quienes venden su vida y la de otros, los creadores del pesebre intelectual que suponen determinadas prácticas en redes sociales… Porque lo están consiguiendo: cada día somos más borregos.

Cuando dejamos de pensar, dejamos de ser. Máxime en esta sociedad de gente viva y con media vuelta más que tú. Por eso el café es importante para mantenernos despiertos, en todos los sentidos. Se buscan conversadores con tres únicas premisas: saber exponer, saber escuchar, y saber respetar. ¿Tan difícil es? Quizás sea muy exigente.

Pero, precisamente esta tarde, he vuelto a recuperar la esperanza. ¡Bendito sea el café y la liturgia que lo rodea! Cuánta cafeína se necesita en más de un despacho. Bueno, a decir verdad, si fuera sólo por eso no nos iría tan mal. Lástima.